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lunes, 7 de septiembre de 2020

 

XXIV DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

La liturgia de hoy nos habla del perdón.  Dios mismo nos demuestra su amor perdonando. Si vivimos superando rencores y ofensas y derramando perdón, nos parecemos a Dios.

 
La 1ª lectura del libro del Eclesiástico no dice que el rencor y el odio son sentimientos malos que no nos ayudan a alcanzar la felicidad y la realización como personas.
 
Con que facilidad el enfado y el mal humor ante una ofensa, ante una acción injusta, ante quien nos hiere de alguna forma.  A veces nos enfurecemos por cosas insignificantes, como con el conductor del coche que nos adelantó.  Cuanto enfado y rencor se aculan en las carreteras, en las calles.  Cuantos insultos decimos, a veces calladamente, a lo largo del día.
 
Cuantos enfados hay en el hogar.  Convertimos en un infierno lo que tiene que ser un lugar de descanso.  Cuanto mal humor reprimimos con una sonrisa falsa, para luego amargar la vida a los familiares y amigos.
 
Acuérdate de los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo… y pasa por alto la ofensa”, nos decía hoy la primera lectura.
 
Tenemos que tomar la vida con sentido del humor, tomar a risa eso que nos altera los nervios.  Si lo hacemos, entonces, seremos más felices y haremos más felices a los demás.  Perdona la ofensa al prójimo, y se te perdonarán tus pecados. En caso contrario no esperemos que Dios nos perdone. Por eso Dios cierra las puertas de su perdón al que se niega a perdonar a los demás.
 
La 2ª lectura de san Pablo a los romanos nos dice que Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor”.  El cristiano, tanto en la vida como en la muerte, pertenece al Señor resucitado que ha vencido la muerte y nos ha dado la vida.
 
Jesús es el Señor de vivos y muertos.  Si somos cristianos, tenemos que orientar toda nuestra vida hacia Dios y orientar nuestra vida hacia Dios significa que tenemos que vivir al estilo de Jesús, es decir, hay que amar al prójimo y vivir para el Señor, y esto no se puede separar.  Quien vive para el Señor amará, comprenderá, servirá y perdonará a su prójimo porque en la vida y en la muerte somos del Señor.
 
El Evangelio de san Mateo nos habla de un Dios lleno de bondad y de misericordia que derrama sobre sus hijos, de forma total, ilimitada y absoluta, su perdón.
 
Tanto en los tiempos de Jesús como en nuestro tiempo el corazón del ser humano está tentado por el odio y la violencia. Las graves matanzas que estamos sufriendo, los terribles asesinatos y los horrendos crímenes, no se pueden entender de personas con sentimientos humanos, muchos menos cristianos. Cuando hay odio y rencor el sentimiento de venganza hace presa de nuestro corazón, se nubla la razón, se endurecen nuestras entrañas y se comenten los más atroces actos.
 
¿Qué pasa en el corazón de una persona para actuar de esa manera? El odio y el rencor no sólo hacen daño a los otros sino que nos hacemos daño a nosotros mismos.  Sólo el perdón auténtico, dado y recibido, será la fuerza capaz de transformar el mundo.
 
Y no sólo pensemos en el plano meramente individual; el odio, la violencia y la venganza como instrumentos para resolver los grandes problemas de la humanidad están presenten también en el corazón del sistema social vigente. Hay pueblos, naciones enteras, que se mueven por sentimientos de odios y revanchas.
 
La mejor manera de decir que somos discípulos de Jesús es perdonando, o dicho de otra manera, amando a los enemigos.  Amar a los que nos aman y nos tratan con consideración no tiene ninguna dificultad; pero amar a quien juzgamos que nos ha ofendido, requiere un heroísmo grande y una grandeza de corazón. El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, a actuar con los demás según los criterios de Dios y no los del sistema vigente.
 
Sólo quien se sabe amado por Dios es capaz de amar gratuitamente a los demás, y sólo quien ha experimentado la grandeza del perdón de Dios, será capaz de superar las ofensas y dar de corazón el perdón. Es tratar a los demás como Dios nos ha tratado a nosotros.
 
El ejemplo de Jesús es por demás evidente: hemos recibido miles de regalos de Dios, la vida, la salud, la familia, el tiempo… y somos malagradecidos ofendiéndolo con nuestros pecados. Recibimos su perdón, solamente porque nos ama. Pero por el contrario, nos sentimos muy indignados cuando un hermano no nos ha ofrecido el saludo, no ha respetado nuestro derecho o nos ha faltado en alguna cuestión. No hay proporción entre el amor que Dios nos otorga y el perdón que debemos ofrecer.
 
Sólo experimentando el amor que Dios nos tiene, seremos capaces de superar nuestros deseos de venganzas.

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