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lunes, 15 de septiembre de 2025

 


Las Lecturas del día de hoy nos llevan a reflexionar sobre el recto uso del dinero y de los bienes materiales.

La 1ª lectura del profeta Amós es una denuncia contra todas aquellas personas que sin ningún tipo de escrúpulos se enriquecen a costa del pobre.

Una de las constantes en la historia de la humanidad es que hay gente que engaña a los demás para su propio beneficio.  La corrupción está, por desgracia, muy presente en nuestro mundo.  Hay gente que cobra más de la cuenta; aumentan los precios; utilizan pesos con trampa. Cuantas veces nos venden como bueno un producto que en realidad es malo.

Cuánta especulación no se hace con los productos de primera necesidad.  Pensemos lo que sucede con los medicamentos, indispensables para combatir las enfermedades y que son vendidos a precios que no los pueden comprar muchas personas.

Pensemos también en todos esos productos adulterados, que algunos comerciantes venden y que ponen en peligro la salud de las personas.

Pensemos en los bancos, cuantas veces obtenemos un crédito y cuánto dinero más hemos de pagar por ese crédito que nos han dado.  ¡Cuánta impunidad hay, porque la explotación está legítimamente organizada!

Cuántas personas hay que pisotean al pobre, lo compran por dinero y como hay necesidad de trabajar se explota al trabajador con sueldos mínimos.

Pues Dios, nos dice hoy el profeta Amós, no soporta la injusticia y la opresión.  Dios no está del lado de los opresores, y cualquier injusticia contra el prójimo es un crimen contra Dios.

La 2ª lectura de San Pablo a nos recomienda que recemos por todos los hombres y especialmente por los gobernantes.

Debemos aceptar a los dirigentes, especialmente los que han sido elegidos democráticamente. Pero no tenemos por qué callar ante sus injusticias y estrategias de poder. El cristiano vive en el mundo y debe saber vivir en libertad.  Es necesario elevar las manos al cielo para pedir la paz y la concordia, sin cólera, sin odios ni rencores, por el buen gobierno en todas las naciones.

Cuántos males existen hoy porque no rezamos suficientemente; cuánto odio, envidia y divisiones porque no rezamos suficientemente.  Debemos orar por todos como lo hacía Jesús.

El Evangelio de san Lucas nos decía Jesús: “no podéis servir a Dios y al dinero”.

Nadie puede servir a la verdad y a la mentira al mismo tiempo. Nadie puede ser luz y sombra a la vez. Nadie puede decirse creyente e incrédulo al mismo tiempo. O somos una cosa o no lo somos. O estamos en la verdad o en la mentira. Nada de componendas y arreglos para que la mentira parezca verdad.

O somos o no somos cristianos. Nada de ponerle cremas a la mentira y al engaño. Nada de ponerle cremas a la infidelidad y al amor. Si somos infieles no podemos decir que amamos, porque nadie podrá decir que amamos mintiendo y engañando.

Jesús hace una afirmación bien clara: no se puede servir al dinero y a Dios al mismo tiempo.  Es decir, el Evangelio de hoy es un aviso: hay que vivir en la verdad. Nada de camuflajes y engaños.

O somos Iglesia o no lo somos. O Dios es el centro de nuestra vida o no lo es.

Jesús no dice que el dinero sea malo. No dice que no tengamos dinero. Lo que nos dice es que no seamos “esclavos”, “siervos” del dinero,

Un poco de dinero puede salvar muchas vidas que hoy se mueren de hambre, de falta de medicinas, de falta de una vida humanamente digna.

El problema está cuando el dinero no sirve, sino que servimos al dinero. Entonces el dinero puede esclavizar. Nos esclaviza cuando se convierte en el Dios de mi corazón.

Nos esclaviza cuando nos hacemos insensibles a las necesidades de los demás.

Nos esclaviza cuando vivimos  para tener y no para ser.

Nos esclaviza cuando se convierte en una especia de dios en el bolsillo, encerrado en la billetera.

Jesús nos recomienda una y mil veces que nuestro corazón no esté pegado al dinero ni a ninguna otra cosa material.  “No se puede servir a Dios y al dinero” al mismo tiempo.

lunes, 8 de septiembre de 2025

 


Leemos este capítulo del libro de los Números y parece que esté escrito para estos días. También ahora tendemos a hablar mal de Dios y de sus enviados porque las serpientes del momento: pandemias, epidemias, hambre, desastres naturales o provocados, etc., nos están mordiendo constantemente, o al menos nos sentimos mordidos.

Cuando tenemos la vida discurriendo a nuestro alrededor, llegamos a cansarnos de lo que tenemos y nos quejamos. La monotonía, el tener las necesidades inmediatas cubiertas, termina siendo motivo de hastío y nos quejamos de Dios. No es que acudamos a Dios para quejarnos, sino que vamos hablando mal de él, acudimos al rumor insidioso esperando que la queja llegue a sus oídos, pero que él no llegue a identificarnos como los protestantes. Nos da miedo porque puede enfadarse.

Hoy nos quejamos porque los cambios climáticos nos están castigando fuertemente. Reclamamos a Dios porque el calor veraniego no llega, porque el calor que ha llegado nos ahoga o porque no hace ni frío ni calor y la monotonía nos aburre y necesitamos protestar por algo. Todo menos reconocer nuestra aportación a este estado de cosas, No se nos ocurre cerrar una calefacción innecesaria, nos resistimos a cerrar el grifo y derrochamos agua sin cesar. Así hacemos con tantas cosas que sería interminable relacionar.

Dios sigue ahí. En el relato de hoy se enciende su ira y castiga al pueblo, pero enseguida manda el remedio. Creo que Dios nos está avisando para que cesemos de destruir una naturaleza que nos dio para que la mejoráramos, o al menos mantuviéramos. Nos bastaría mirar el estandarte, la gran serpiente de la ambición, del odio, de la envidia, del orgullo y la prepotencia para reconocer nuestro pecado y corregirlo y sanar. Pero, ¿lo hacemos así?

… ¡Pues no! Preferimos mirar a la Cruz de Cristo y pedirle que nos libre de los males, -pero que lo haga él, que no nos moleste en nuestra acomodada vida-, en lugar de ponernos manos a la obra y quitar del medio en que nos movemos, tantas serpientes venenosas que estamos criando y terminarán acabando con nuestra salud y nuestra propia vida.

«No envió al Hijo para juzgar, sino para salvar»

Parece que nos cuesta un poco ver a Jesús como salvador. Estamos, algunos, tan imbuidos de nuestra posesión de la verdad, que somos capaces de juzgar y condenar sin medias tintas. El diálogo con Nicodemo se nos empieza a borrar en los últimos versículos y olvidamos que Dios no envió al Hijo para condenar, sino todo lo contrario. Nosotros salvamos y condenamos de acuerdo con nuestros criterios, nuestras ideas o –peor aún- nuestros prejuicios. Todo menos ver con claridad el mensaje de esperanza salvadora, ¡para todos! de Cristo.

Un dramaturgo de nuestro romanticismo dice una frase que podría darnos alguna idea, pero como está al final y ya queremos aplaudir y marchar, no atendemos. Dice Zorrilla por boca de Dña. Inés a Don Juan que basta para salvarse “un punto de contrición a la puerta de la tumba”.

Somos propicios a mandar al infierno a todos los seres humanos que vamos encontrando a lo largo de nuestra vida. Siempre, bueno, casi siempre, encontramos en nosotros mismos el molde para medir y pesar a los demás. Nos miramos a nosotros mismos y, claro, la serpiente de la intolerancia nos muerde y no somos capaces de ver la cruz salvadora revelándose en lo alto. Somos incapaces de ver la cruz como puente de enlace y la miramos como frontera que pocos podremos cruzar. Pensamos que solo los santos tendremos opciones a pasar.

Cristo, el Salvador colgado del madero no está ahí para otra cosa que para salvar. De ninguna manera está para condenar. Tiene los brazos abiertos para abrazar, no para amenazar. A nosotros corresponde verlo y transmitirlo así, predicar que Cristo es vida y salud, no piedra de condenación. Dejemos al Dios juzgador y castigador inmisericorde, que no existe, y veamos siempre al Dios que nos ama y busca nuestra compañía, nuestra salvación y es la fuente del amor que nosotros debemos vivir y repartir/compartir con la creación entera.

lunes, 1 de septiembre de 2025

 


Las lecturas de este domingo nos recuerdan que nos es fácil vivir en libertad, que no es fácil ser responsables de nuestros actos y tomar las decisiones correctas.  Por ello, Jesús nos invita hoy a que los sigamos a Él con todas las consecuencias.

La 1ª lectura del libro de la Sabiduría, vemos que Salomón pide sabiduría a Dios para que lo guíe prudentemente en su gobierno; con la sabiduría de Dios, sus obras serán agradables a Dios, y podrá juzgar a su pueblo con justicia.  Si Salomón pide a Dios discernimiento para tener acierto en el enfoque y solución de los problemas terrenos, ¿cuánto más necesitamos nosotros pedir la sabiduría de Dios para cumplir su voluntad?, pues “¿qué hombre conoce el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere… si tú no le das tu Sabiduría enviando tu santo Espíritu desde el cielo?”

La 2ª lectura de San Pablo a Filemón, nos plantea el problema de las clases sociales.  En la sociedad en que vivía san Pablo estaba muy marcado las clases sociales, incluso había esclavos y libres.  Pero el cristianismo acoge a todo tipo de personas de cualquier clase y condición.

Creer en Jesús, estar bautizados hace que se cambien las relaciones entre los hombres, ya no hay dominio de unos sobre otros; ya no hay esclavos y libres, opresores y oprimidos, potentados y aplastados, amos y siervos… sólo hay hermanos.  Dios no quiere que veamos a algunas personas como si fuesen de una condición humana inferior a la de los demás.  Todos somos iguales ante Dios.

Es cierto  que muchos continúan considerando a las demás personas como si fueran sus esclavos, haciéndoles trabajar más de lo debido y dándoles un salario de hambre. Aún podemos ver que muchos compran a su prójimo por unos euros. Ante estas situaciones de injusticia la Iglesia no puede guardar silencio, encadenada por los poderosos. Su trabajo no se puede quedar encerrado en las paredes de las iglesias. Es necesario trabajar por lograr una auténtica justicia social, no sólo hablando fuertemente para lograrla, sino empeñándose por hacer esto realidad en los diversos ambientes en que se desarrolle la Vida de quienes creemos en Cristo. Entonces recibiremos a nuestro prójimo no como a una persona cualquiera, sino como al mismo Cristo.

El evangelio de san Lucas nos presenta una invitación de Jesús a seguirlo, tomando nuestra cruz y renunciando a todos nuestros bienes.

¿Qué significa seguir a Jesús, a qué hemos de renunciar?  Hoy hemos oído que Jesús nos pide unas renuncias concretas, pero ¿cómo entender esas renuncias: dejar padre y madre, dejar hijos, tomar la cruz y renunciar a todos los bienes? ¿Cómo seguirlo? ¿Cómo ser cristiano?

Hemos oído a Jesús que nos dice: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a mi antes que a su padre, madre, hijos…no puede ser mi discípulo”.  El posponer a los familiares no hemos de entenderlo hoy nosotros  como el dejar abandonados a nuestros familiares en sus necesidades o en su vejez, en triste soledad, no es eso. Jesús en la cruz, antes de morir no abandona a su madre, se la confía a Juan: “Ahí tienes a tu madre”, le dice al discípulo. Jesús jamás abandonó a su madre. Desprenderse, posponer los vínculos familiares no significa olvidar todo aquello que podamos hacer para ayudar a familiares en dificultades.  Dios no quiere que no tengamos familia sino que lo que quiere, es que todas las cosas las usemos, las tengamos, las utilicemos, las hagamos teniendo como horizonte la causa de su Reino.   Eso significa que en la familia lo importante es el diálogo, el respeto de unos por otros, el perder el tiempo en la escucha del otro, la ayuda, la presencia, etc.  

Jesús nos pide también hoy estar dispuestos a renunciar a los bienes materiales y tomar la cruz.  Jesús nos pide que renunciemos a nuestra vida cómoda y egoísta porque esto es lo que de verdad nos impide seguir sinceramente a Jesús. 

Jesús nos ha dicho: “quien no tome su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. No nos preocupemos demasiado por buscar cruces. La cruz va llegando a lo largo de la vida. No hay que buscarla, llega…lo que hemos de hacer es no renunciar a ella, asumirla con valentía y generosidad. Dios no nos creó para sufrir, los dolores hemos de evitarlos, pero hemos de asumir con valor todo aquello que suponga renuncia, que suponga generosidad, que suponga ayudar a tanta necesidad que encontraremos a nuestro lado.

La cruz, el sufrimiento llega, llega con el paso de los días, con el paso de la vida, pero además, ¿quién puede vivir feliz ante escándalos, injusticias, los pecados, las miserias que cometemos y que se cometen a nuestro alrededor? Sabemos que el hacer lo posible por remediarlo  traerá cruz, a esa cruz también nos llama Jesús.

“El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. El dinero que podamos tener ha de estar siempre dirigido no sólo para nuestro disfrute personal, sino sobre todo para compartirlo con los que no lo tienen.

La invitación de Jesús es provocativa. Jesús no quiere que caigamos en la tentación de vivir un cristianismo light, como tantas cosas que se llevan ahora.  O somos o no somos cristianos.

lunes, 25 de agosto de 2025

 


 

Las lecturas de este domingo son una invitación a vivir desde la humildad y la generosidad.

La 1ª lectura, del libro del Eclesiástico, nos decía: “hazte tanto más pequeño cuánto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor”. 

Cuando un niño está dando los primeros pasos, necesita la ayuda de una persona mayor para no caerse cada dos por tres.  Así sucede en nuestra vida cristiana. Aunque seamos personas adultas, estamos dando primeros pasos hacia Dios: ¡estamos caminando hacia el Reino!  Por eso necesitamos de una mano amiga que nos ayude para no caer cada dos por tres en nuestro inseguro caminar. Y esa mano amiga es Dios. 

La 2ª lectura, de la carta a los Hebreos, nos recordaba precisamente que Dios es esa mano amiga que necesitamos  ya que Dios, nuestro Padre, no es un Dios distante, lejano, despreocupado de nosotros. Dios se ha hecho: cercano, próximo, fraterno, por medio de Jesús.Está al lado nuestro para darnos esa mano que necesitamos; y ofrecernos la ayuda indispensable para llegar al final del camino: ¡al Reino de Dios!

El evangelio de san Lucas, nos hablaba de la virtud de la humildad.  Esta virtud de la humildad es una de las más olvidadas por nosotros.  A las personas les gusta despertar la admiración de la gente y que las señalen como personas importantes, famosas, poderosas, influyentes.  Sin embargo, la Palabra de Dios nos insiste que la humildad es querida por Dios.

La persona que desea estar llena de grandezas humanas, poco lugar le deja a Dios en su vida.  Sin embargo, la persona que es humilde, sencilla, y que no es vanidosa, tiene mucho lugar para Dios en su vida.  Y Dios vive en esa persona.  El orgulloso, el vanidoso, el creído, se enfrenta a Dios y le cierra la puerta de su vida. El humilde se abre a Él y Dios vive en él.

Hay dos maneras de perder el cariño y el respeto de los demás, incluso de hacerse rechazar hasta el punto de quedarse sin amigos ni personas que nos valoren: una es el creerse uno más de lo que uno es, valorarse más de lo debido, compararse con los demás y pensar que somos más inteligentes, más fuertes, más atractivos que los demás.  Querer buscar los primeros puestos, exigir un trato preferencial, querer tener siempre la última palabra en todo; hablar siempre de uno mismo, proclamar los propios éxitos; querer ser el centro del grupo y, a veces, humillar a los que sobresalen, para que no nos hagan sobra

La otra actitud que nos puede hacer perder relación y amistad sería la falsa humildad de quitarse importancia, simulando desconocer nuestras virtudes, y al mismo tiempo exagerar nuestros defectos.

Lo que nos puede hacer que no perdamos la amistad de los demás y la de Dios es la verdadera humildad.  Como nos decía la 1ª lectura: “En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso”

La humildad verdadera es cuando reconocemos nuestros defectos y limitaciones asumiéndolos sin angustias, y cuando somos consciente de las propias cualidades, dando gracias a Dios por ellas y poniéndolas a disposición de los demás, entonces es fuente de amistad y de buenas relaciones.

Lo contrario de la humildad verdadera es la soberbia y el orgullo, es decir, el querer ser más que los demás, querer sobresalir, tener los primeros puestos y vivir en la mentira sobre uno mismo: creerse autosuficiente, sin necesidad de Dios y de los demás.

La soberbia impide ejercitar el perdón de las ofensas y son frecuentes los enfrentamientos entre familiares que llevan incluso a la destrucción de las familias.

En la segunda parábola que hemos escuchado hoy en el evangelio nos dice Jesús, que cuando invitemos a alguien a una fiesta no lo hagamos por intereses.

Nosotros consideramos normal amar al que nos ama, hacer favores a quien nos los hace, ser amable con quien lo es con nosotros. Pero Cristo nos dice que quien quiera ser discípulo suyo ha de amar con otra generosidad: hemos de amar y hacer favores incluso cuando sepamos que no vamos a recibir nada de aquellos a quienes ayudamos o estamos favoreciendo.

Por eso esta palabra que hoy escuchamos nos invita a preguntarnos con sinceridad: ¿buscamos dar o buscamos recibir?

Que el Señor nos ayude a conocernos interiormente, para que podamos proceder en nuestra vida con una verdadera humildad y generosidad.

martes, 19 de agosto de 2025

 


Las lecturas de este domingo nos hablan del tema, siempre difícil, de la salvación.

La 1ª lectura del profeta Isaías, nos habla de cómo el pueblo de Israel no se encontraba en una situación ideal.  Dentro del pueblo existe una situación de fracaso, de desánimo y desesperanza.

El profeta trata de levantar el ánimo del pueblo.  Este pueblo una vez que ha superado sus sufrimientos, se ha olvidado de que Dios los ha salvado, como salvó y dio la libertad a sus padres.  Siempre ocurre la misma historia.  Cuando estamos en problemas invocamos a Dios, recurrimos a Dios, pero cuando nos llega la calma y el bienestar, muchas veces también nos llega el olvido de Dios y el vivir alejado de su doctrina y de los ideales cristianos. 

Dios nunca nos ha abandonado pero nosotros sí y esto es fruto de que no estamos unidos verdaderamente a Dios.  A pesar de todo esto Dios nos reúne, como lo hace en esto momentos para celebrar la Eucaristía, Él nos convoca para: compartir y proclamar en alto nuestra fe, escuchar y acoger la Palabra de Dios con generosidad, revisar nuestro compromiso cristiano y reafirmar nuestro propósito de fidelidad a Dios.Dios nunca nos abandona, que no lo hagamos nosotros cuando todo nos va bien.

La 2ª lectura de  la carta a los Hebreos nos alienta a que cuando recibamos una corrección debemos asumirla con paciencia, porque a pesar de que nos molestemos por la corrección, el final siempre es positivo.

A veces nos comportamos incorrectamente ante las correcciones de Dios. Cuando nos cae una desgracia o sufrimos un accidente o una enfermedad, enseguida pensamos “¿por qué a mi?”. Y creemos que Dios nos está castigando. En realidad lo que denominamos “castigos” de Dios es más bien llamadas suyas para seguirlo en medio de las circunstancias que Él tenga dispuestas para cada uno de nosotros.  Lo que llamamos “castigos” de Dios, son correcciones de un Padre que nos ama. Son advertencias que Él nos hace para que tomemos el camino correcto, para que nos volvamos hacia Él, para que busquemos nuestra salvación y no la condenación.

En el evangelio de san Lucas hemos escuchado que una persona se acerca a Jesús y le pregunta: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” 

En primer lugar, es necesario tomar conciencia de que el “Reino” no está condicionado a ninguna lógica de sangre, de etnia, de clase, de ideología política, de estatuto económico: es una realidad que Dios ofrece gratuitamente a todos; basta que se acoja esa oferta de salvación, se adhiera a Jesús y se acepte entrar por la “puerta estrecha”.

“Entrar por la puerta estrecha” significa, en la lógica de Jesús, hacerse pequeño, sencillo, humilde, servidor, capaz de amar a los otros hasta el extremo y hacer de la vida don, entrega. En otras palabras: significa seguir a Jesús en su ejemplo de amor y de entrega. Cuando Santiago y Juan pretendieron reivindicar lugares privilegiados en el “Reino”, Jesús se apresuró a decirles que era necesario primero compartir el destino de Jesús y hacer de la vida un don (“beber el cáliz”) y un servicio (“el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la vida”). Jesús es, por tanto, el modelo de todos los que quieren “entrar por la puerta estrecha”.

Todos constatamos que esta “puerta estrecha” no es, hoy, muy popular. Los hombres de hoy tienen perspectivas muy distintas de las de Jesús. La felicidad, la vida plena se encuentran, para muchos de nuestros contemporáneos, en el poder, en el éxito, en el escaparate social, en el dinero (el nuevo dios que mueve el mundo, que manipula las conciencias y que define quien tiene o no éxito, quién es o no es feliz).

Es necesario ser conscientes de que el acceso al “Reino” no es, nunca, una conquista definitiva, sino algo que Dios nos ofrece cada día y que, cada día, aceptamos o rechazamos. Nadie tiene automáticamente garantizado, por decreto, el acceso al “Reino”, de forma que pueda, a partir de un cierto momento, tener comportamientos no conformes con los valores del “Reino”. El acceso a la salvación es algo a lo que se responde, positiva o negativamente, todos los días.

Jesús decía que, en el banquete del “Reino”, muchos aparecerán y dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”; pero recibirán como respuesta: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”. Este aviso toca de forma especial a aquellos que conocieron bien a Jesús, que se sentaron con Él a la mesa (de la eucaristía), que escucharon sus palabras, que formaron parte del consejo pastoral de la parroquia, que fueron fieles guardianes de las llaves de la iglesia; pero que nunca se preocuparon por entrar por la “puerta estrecha” del servicio, de la sencillez, del amor, de la entrega de la vida. Esos, Jesús es muy claro, no tendrán un lugar en el “Reino”.

lunes, 4 de agosto de 2025

 


Las lecturas  de este domingo nos llaman a estar vigilantes en todo momento. Nuestra fe nos enseña a descubrir al Señor en los signos de los tiempos. Necesitamos crecer en la fe; en la búsqueda de las cosas del Señor.

La 1ª lectura del libro de la Sabiduría nos recuerda la celebración de la pascua entre los judíos, que significaba el centro de la vida religiosa y cultual del pueblo de Israel.  El pueblo celebra su liberación de los egipcios, gracias a la intervención de Dios.

Hay personas que no le encuentran sentido andar por el camino del bien, de la verdad, del amor, de la entrega de la vida.  Creen que la felicidad se encuentra en lo fácil, en la moda, en los antivalores, más que en los valores del Evangelio y el proyecto de vida que nos propone el Señor.

Todos los días somos presionados, sea por la opinión pública, o por la moda a vivir una vida fácil, alejados de Dios.  Por eso tenemos que estar vigilantes para no abandonar a Dios.  Sólo Dios es el que nos puede liberar, es el que se hace presente todos los días en nuestra vida indicándonos por dónde ir para encontrar la vida plena y la felicidad.

La 2ª lectura de la carta a los Hebreos nos ofrece testimonios de personas que vivieron profundamente la fe en Dios y la esperanza en sus promesas Y por ello alcanzaron la plenitud de su vida porque no quedaron defraudados.

Cuanto más confiadamente nos abandonemos en las manos de Dios, más fuertemente gozaremos de su presencia.   Para ello se requiere una luz especial que llamamos fe.

La fe es la luz que alumbra nuestro caminar, ya que la fe “no es creer lo que no vemos, sino tener la certeza y seguridad de lo que esperamos”.

Cuando nuestra fe no es fuerte y nuestra confianza en Dios es débil, no podremos sentir la presencia de Dios en nuestras vidas.  Sin embargo,  cuanto más confiadamente nos abandonemos en las manos de Dios, más fuertemente gozaremos de su presencia porque la fe es tener la seguridad de lo que esperamos y la certeza de que lo alcanzaremos.

El Evangelio de san Lucas nos invita a la vigilancia, a estar preparados.

Hemos llegado a una situación de miedo ante el futuro, a causa de la violencia y de la inseguridad y esto  hace que las personas se encierren en sí mismas.  Por eso el Señor nos dice hoy: “No temas, pequeño rebaño”

Cristo nos dice que no tengamos miedo, pero también advierte dónde puede crecer el mal y cuál es el más grave peligro. El corazón se enferma cuando no vive el amor.  El corazón pierde su sentido cuando se le pegan  las cosas y faltan los sentimientos.  La acumulación de bienes es con frecuencia un comportamiento casi instintivo que surge del miedo a la miseria y al futuro. Pero no es raro que se transforme en egoísmo, en lujo en  opulencia y en avaricia. A veces se quiere acallar la conciencia dando una limosna o donando lo que ya no sirve, pero el corazón se queda atrapado en los bienes materiales.

Los bienes no son nuestros, son de Dios y son para toda la humanidad. San Basilio decía: “El pan que guardas para ti, es del que tiene hambre; el manto que escondes en el ropero, es del desnudo; los zapatos que se quedan olvidados en un rincón, son del descalzo; el dinero que escondes, es del que tiene necesidad…”.

Los tres ejemplos que nos ofrece hoy Jesús nos cuestionan sobre la forma de vivir nuestra vida, de utilizar los bienes y de esperar la venida del Señor.  Uno de los riesgos de nuestra vida es vivir una vida superficial, mecánica y rutinaria.  Con el pasar de los años terminamos viviendo una vida sin sentido y empobreciéndonos espiritualmente.  Estar vigilantes es despertar cada día con ganas de vivir más y mejor y encontrar felicidad sirviendo a nuestros hermanos. Tiempo de vigilancia y de espera significa tiempo de gozo, tiempo de trabajo, tiempo de construcción, responsabilidad, fidelidad y tiempo de amar.

Necesitamos darnos cuenta de cuáles son los ladrones que están robando nuestra paz, por dónde están entrando o si nosotros mismos los hemos invitado a casa. Es triste que, disfrazados de bienestar y comodidad, muchas veces metemos enemigos que nos roban la paz y la armonía del hogar.

Necesitamos estar alertas, pero también necesitamos hacer un examen muy minucioso del corazón, si no está lleno de egoísmo; si no se han obstruido sus arterias por tanta grasa de los bienes materiales; si no se ha endurecido por la envidia, el rencor o la venganza. Hay que mirar los enemigos de fuera que pueden destruirnos, pero hay que estar muy atentos a los enemigos de dentro que pueden contaminar el corazón.  Ante todos estos peligros, escuchemos con mucha atención la invitación de Jesús  a estar alertas, pero con la seguridad y la esperanza que nos dan sus palabras: “No temas, pequeño rebaño”.

lunes, 28 de julio de 2025

 


Las lecturas de hoy nos recuerdan lo corta que es la vida del ser humano sobre la tierra. Nuestra vida, por muy larga que sea, pasa pronto y durante los años que dura hay muchas fatigas y mucho dolor.

La 1ª lectura del libro Eclesiastés, nos decía que todo es “vana ilusión”.  ¿Para qué tanto esfuerzo y tanto agotamiento? ¿Para qué luchar tanto si todo lo dejaremos aquí?, ¿para qué tanto esfuerzo y agobio si no somos felices ni nuestro corazón descansa tranquilo?

¡Hay personas que no tienen tiempo para disfrutar de la vida! Y la gran ironía de la vida es que su trabajo no les reporta ningún provecho, otros lo disfrutan.

Es muy triste que haya hombres que trabajen para que otros lo disfruten. Esta es una actitud muy frecuente en nuestras vidas y así solemos decir: “todos mis esfuerzos son para dejarles un porvenir a mis hijos” o decimos: “sólo me importa el futuro de los míos”.  El libro del Eclesiastés nos advierte y nos dice que todos esos esfuerzos son vana ilusión porque en muchas ocasiones los hijos malgastan las herencias y los nietos terminan siendo pobres.  Este es el peligro de subordinar todo al trabajo y a las ganancias.

Frente a la “vaciedad” de las cosas si ponemos en ellas nuestro corazón, está la presencia de Dios que llena el “vacío” que no pueden llenar los bienes de la tierra.

Por ello San Pablo, en la 2ª lectura, en su carta a los Colosenses nos aconsejaba buscar los bienes del cielo donde está Cristo esperándonos para premiarnos si nuestra vida ha sido buena. 

No nos apeguemos demasiado a las cosas terrenas porque cuando llegue nuestra hora, cuando el Señor decida llamarnos, lo dejaremos todo aquí. Hemos de luchar por aquellos bienes que no se terminan con la muerte; por los bienes que sí podemos “llevar con nosotros”.

En el Evangelio de San Lucas, Jesús aprovecha la ocasión para enseñar a sus discípulos sobre la actitud cristiana que tenemos que tener ante la vida y en concreto ante los bienes materiales.

El Señor nos previene contra ese modo de pensar, tan extendido entre los humanos, de que cuanto más acumulemos, más segura y feliz será nuestra vida.  Por ello Jesús nos decía: “Evitad toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

La codicia, el afán de acumular, el convertir los bienes materiales en el fin primordial de nuestro interés, de nuestra vida, ese es el error contra el que nos advierte el Señor. Un seguidor de Jesús no puede orientar su vida con esos criterios de ambición egoísta. Sobre todo cuando vemos que el acumular no garantiza la felicidad, ni mucho menos la vida. Más aún, cuando comprobamos el desastre de un mundo injusto e insolidario que estamos construyendo con dicha actitud.

La vida es mucho más que una acumulación de dinero, propiedades, conocimientos y placeres. La búsqueda incesante de seguridades sólo lleva a vivir en un estado de agitación y de angustia existencial. El esfuerzo que es necesario realizar para alcanzar lo que la sociedad nos propone como ideales de vida, generalmente no es proporcional a las satisfacciones. La dinámica de vivir tras las riquezas, el poder y el prestigio termina por convertir la existencia de los seres humanos en una interminable preocupación que nunca se resuelve.

“Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.  Estas palabras con que termina el evangelio, resumen perfectamente el mensaje de hoy. No se trata de acumular bienes; se trata de acumular bondad, que es la riqueza ante Dios. Llenando nuestra vida de bondad, de buenas obras, podremos repartir a manos llenas ayuda, comprensión, convivencia, perdón, fraternidad, reconciliación. 

Si hacemos esto, haremos cosecha de la mayor riqueza de Dios, su vida de amor. Y entonces sí que disfrutaremos de la vida en los mil detalles que nos proporciona cada día, porque sembraremos en ellos amor, y el amor siempre florece en dicha y gozo.  

Disfrutemos de este tiempo especial que nos concede la vida, que nos regala Dios. “No vivimos para trabajar, trabajamos para vivir”.  Hay que buscar los medios económicos necesarios para una vida humana digna, pero digna para toda la humanidad y como cristiano es un deber hacer el bien. Y comprobaremos la felicidad que se siente al vivir así.