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martes, 16 de enero de 2018


III DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)
Las lecturas de hoy nos recuerda, una vez más, que Dios ama a cada hombre y nos llama a vivir una vida en plenitud. Dios nos da una guía que puede servimos para ir por un camino de conversión personal para poder encontramos con el Señor.
La 1ª lectura, del profeta Jonás, nos recuerda la importancia de la conversión. Dios amenazaba con destruir la ciudad de Nínive por los pecados de sus habitantes. Pero Nínive escuchó la predicación de Jonás y sus habitantes creyeron en Dios y se convirtieron.
Si vemos nuestra sociedad, nuestro mundo actual, pareciera que no hay muchas esperanzas. Vivimos en un mundo donde cada día le damos menos importancia a los valores morales. Un mundo donde hay demasiado egoísmo, hipocresía, odio. Lo que el mundo ofrece hoy al cristiano no es agradable.
Preguntémonos adónde va nuestro mundo. No nos contentemos con escuchar las noticias: despenalización del aborto, aprobación del "matrimonio" homosexual, manipulación genética e intentos de clonación humana, eutanasia que se extiende como vergonzosa plaga por el mundo. ¿Adónde va un mundo que va aprobando cada una de estas cosas? A la destrucción. Es misión, aunque amarga, del profeta mostrar, hacer visible esa destrucción, y eso es lo que hace Jonás.
Dios no quiere la muerte de ninguno de sus hijos, Dios no quiere la destrucción de este mundo; lo que quiere es que nos convirtamos y recorramos, con Él, el camino que conduce a la vida, a la felicidad sin fin.
Necesitamos redimir, salvar a nuestro mundo aunque creamos que ésta es una misión imposible como lo creía Jonás con Nínive. Ante este mundo cruel, dormido ante los auténticos valores, desmoralizado, hemos de tener esperanza y confiar en la misericordia de Dios.
La 2ª lectura, de la primera carta de San Pablo a los Corintios, nos invitaba a no poner nuestro corazón en las cosas temporales, pasajeras, pues aunque puedan deslumbramos hemos de saber que todo eso es pasajero. Sólo Dios permanece.
Sin embargo, no por eso vamos a descuidar nuestras labores diarias. Especialmente quienes creemos en Cristo debemos esforzamos por construir un mundo más justo, más humano, más fraterno, más solidario.
Dios puso la vida en nuestras manos; y la vida no sólo merece respeto. Es necesario desarrollarla y no destruirla con actitudes contrarias a la misma como podrían ser las guerras intrafamiliares o las guerras a nivel de naciones.
No podemos quedamos en conquistas temporales; es necesario dejamos conquistar por Dios.
Somos peregrinos, caminantes, hacia el Reino de Dios. Y Dios es nuestra meta definitiva que está por encima de todo problema y preocupación. Los bienes de este mundo los debemos buscar y también disfrutar: pero, de tal manera, que no nos aparten de Dios.
El evangelio de san Marcos, nos decía: “se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”.
Como cristianos hemos de construir un mundo mejor, esa es nuestra principal misión. Hemos de construir un mundo nuevo desde los valores del Evangelio: la justicia, la paz, la vida, el amor, la unidad, la verdad.
Para construir ese mundo mejor quizá todos cambiaríamos las cosas que consideramos que están mal; pero pocos pensaríamos que quienes tenemos que cambiar primero somos nosotros mismos. No podemos construir un mundo desde los valores de Dios si nosotros no vivimos esos valores.
Hay que convertirse, porque en el Reino de Dios no hay lugar para la ambición que genera guerras fratricidas. Hay que convertirse, porque en el Reino de Dios no hay lugar para la infidelidad conyugal, ni para los negocios sucios, ni para la intolerancia. Hay que convertirse porque en el Reino de Dios todos somos hermanos, iguales en dignidad ante Dios.
Hay que creer en la Buena Noticia, creer que existe un Padre bueno, a pesar del mal que nos acecha. Creer que es posible ser más feliz compartiendo que atesorando, creer que la fraternidad es posible si estamos dispuestos a ceder de lo nuestro en favor de los demás.
Jesús nos invita a ir con Él, a dejar nuestras preocupaciones en sus manos. Jesús nos enseña que para ser feliz lo único que hace falta es amar sin descanso y sin medida.

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