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martes, 27 de febrero de 2018


III DOMINGO DE CUARESMA (CICLO B) 
 
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos habla de la eterna preocupación de Dios por llevarnos hacia la vida nueva.  Por ello, la Palabra de Dios nos ofrece hoy algunas sugerencias para la conversión y la renovación de nuestra vida. 
 
La 1ª lectura del libro del Éxodo, nos muestra la preocupación de Dios por llevar al pueblo por el buen camino y para ello hace un pacto, una alianza con su pueblo y le entrega los Mandamientos. 
 
 
Los Mandamientos son una serie de indicaciones para conducir nuestra vida por el camino de la felicidad.  Son indicaciones fundamentales para nuestra existencia: nuestra relación con Dios y nuestra relación con las personas. 
 
Los Mandamientos son preceptos que expresan el mínimo respeto que debemos tener con los demás y son la base para una correcta relación entre los hombres.  La envidia, el falso testimonio, el robo, el adulterio, matar, no respetar a los mayores, no son solamente una falta grave contra el prójimo, sino que a partir de este momento, son también un pecado contra Dios. 
 
Los primero tres Mandamientos, regulan las relaciones del pueblo con Dios: Dios será el único Dios.  Su nombre será respetado; se le consagrará un día de descanso semanalmente a Dios. 
 
Los siete restantes Mandamientos regulan la convivencia con los seres humanos: respeto a los padres, a la vida, al matrimonio, a los bienes y a la fama.  Estos Mandamientos nos invitan a no ser violentos, agresivos, intolerantes, indiferentes ante las necesidades de los demás.  Todo lo que atenta contra la vida, la dignidad, los derechos de nuestros hermanos, es algo que genera muerte, sufrimientos, esclavitud, para nosotros y para todos los que nos rodean y no contribuye a que se haga realidad los proyectos de vida y felicidad que Dios quiere para nosotros. 
 
Los Mandamientos no son para limitar nuestra libertad, sino que son “señales” con las cuales Dios nos ayuda a recorrer el camino del bien, de la libertad y de la vida verdadera.  En este tiempo de Cuaresma, somos invitados a volvernos hacia Dios y a descubrir su papel fundamental en nuestra vida. 
 
La 2ª lectura, de San Pablo a los Corintios, nos invita a descubrir que la salvación, la felicidad no se encuentra en el poder, en la riqueza o ser importantes ante el mundo, sino en la aceptación de la cruz, es decir, en amar, en poner nuestra vida al servicio de los sencillos y humildes. 
 
Los seres humanos buscamos, muchas veces, seguir a líderes vencedores, que se imponen a la fuerza y que muestran su poder y su sabiduría, a veces incluso con prepotencia; sin embargo, Dios se nos muestra en la figura de Jesús, abandonado por sus amigos, condenado por las autoridades y muerto en la cruz.  Dios nos ofrece un proyecto de vida y de salvación que pasa por la muerte de la cruz.  La fuerza y la “sabiduría de Dios” se manifiesta en la fragilidad, en la pequeñez, en la pobreza, en la humildad.  Si Dios se manifiesta así, no busquemos nosotros ser importantes, ni tener autoridad, ni ser protagonistas; busquemos el escándalo de la cruz para obtener la felicidad y la vida en plenitud. 
 
El Evangelio de san Juan nos enseña hoy que el Templo debe ser un lugar de encuentro con Dios y de oración. 
 
¿Cuál es el verdadero culto que Dios espera de nosotros?  El culto que Dios quiere es que en nuestra vida escuchemos las propuestas que Dios nos hace y que esas propuestas las vivamos llevando una vida de entrega, de servicio a nuestros hermanos.  Que lo que celebramos y vivimos en la Iglesia se traduzca en ayudar a los pobres, a los marginados, a los enfermos, es decir, que hagamos vida lo que aquí celebramos. 
 
Nosotros también nos podemos convertir en mercaderes religiosos.  Y lo somos cuando damos limosna, nos confesamos y comulgamos pero para que nos salga bien un examen, un negocio, un asunto cualquiera.  Y ¡cómo nos enojamos con Dios! cuando no nos concede lo que le pedimos.  Y estos enojos nos separan del Señor. 
 
Hay otro mercantilismo religioso mucho peor que es cuando acudimos a la religión, o para engañarnos a nosotros mismos, o para engañar a los demás.  Cuando hay un rencor en nuestro corazón, o una situación injusta en nuestros negocios y vamos a comulgar para tranquilizar nuestra conciencia y no ver el verdadero problema que tenemos.
 
Cuantas veces queremos que Dios sea nuestro cómplice cuando tratamos de justificar desde la religión nuestras injusticias, dándole a Dios unas monedas para su Templo o para los pobres, para poder continuar con nuestros asuntos chuecos. 
 
Cuantas veces también nuestra celebración de los sacramentos no tienen un verdadero sentido cristiano, y bautizamos por costumbre, y hacemos la primera comunión porque todos lo hacen y nos casamos por la Iglesia porque es más bonita la ceremonia.  ¿No nos estaremos convirtiendo en mercaderes del Templo con todo esto?

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