CORPUS
CHRISTI (CICLO B)
Celebramos la fiesta
del Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Cristo está realmente presente en el pan y en
el vino de la Eucaristía. Son su Cuerpo entregado y su Sangre derramada.
La 1ª lectura del libro
del Éxodo,
nos ha descrito la Alianza entre Dios y su pueblo. Por medio de Moisés, Dios comunica “todos
su mandatos”. Y el pueblo se
compromete a cumplir “todo lo que el Señor dice”.
Esta Alianza entre Dios
y el pueblo se realiza con un rito sagrado: el sacrificio de animales. Con la sangre de animales sacrificados se
sellaba la Alianza de Dios con su pueblo.
La mitad de la sangre se derramaba sobre el altar, para Dios, y la otra
mitad se utilizaba para rociar al pueblo.
Jesús derramó hasta la
última gota de su Sangre en la cruz el viernes Santo, para el perdón de
nuestros pecados. Esto es lo que hace
Jesús en cada Eucaristía: “Esta es mi sangre, sangre de la alianza,
derramada por todos”. Por eso en
cada misa comulgamos su Cuerpo y su Sangre.
La 2ª lectura de la
carta a los Hebreos, no muestra a Cristo como el Mediador entre
Dios y los hombres y para ello Cristo sacrifica su vida por toda la
humanidad. Por medio de este sacrificio
de Jesús, hemos alcanzado el perdón de nuestros pecados, hemos entrado en
relación directa con Dios nuestro Padre.
Este sacrificio de Cristo lo renovamos continuamente en la Misa y hoy,
día del Corpus, lo recordamos y lo celebramos con especial gozo y alegría.
El Evangelio de san
Marcos,
nos narraba la institución de la Cena del Señor, la celebración de la primera
misa de la humanidad.
“Dichosos los llamados
a la cena del Señor”. Así dice el sacerdote mientras muestra a todo
el pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen
hoy estas palabras en quienes las escuchan?
Son muchos, sin duda,
los que se sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con
Cristo y alimentar en Él su vida y su fe. Algunos pocos se levantan
automáticamente para realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida.
Un número importante de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco
experimentan por ello insatisfacción ni pena alguna. Y, sin embargo, comulgar
es para el cristiano el gesto más importante y central de toda la semana.
La preparación comienza
con el canto o recitación del Padre nuestro. No nos preparamos cada uno
por su cuenta para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos una
familia que, por encima de tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente
invocando al mismo Padre y encontrándonos todo en el mismo Cristo.
El gesto del sacerdote
con las manos abiertas y levantadas es una invitación a adoptar una actitud
confiada de invocación a Dios.
La preparación continúa
con el gesto de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza que nos invita a
romper los aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El rito,
precedido por una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente un
gesto de amistad. Expresa el compromiso de vivir contagiando “la paz del
Señor”, cerrando heridas, eliminando odios, reavivando el sentido de
fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación “Señor,
no soy digno”, dicha con fe humilde y con el deseo de vivir de manera más
sana es el último gesto antes de acercarse a recibir al Señor.
El silencio agradecido
y confiado que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su presencia
viva en nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la última bendición
ponen fin a la comunión.
Comer este pan es
comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión,
este acto de “comer”, es realmente un encuentro entre dos personas, es
un dejarse penetrar por la vida de quien es el Señor, de quien es mi Creador y
Redentor. El objetivo de la comunión es la asimilación de mi vida con la de
Cristo, mi transformación y configuración con quien es Amor vivo. Por ello,
esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo para
siempre.
Llevamos a Cristo,
presente en la figura del pan, por las calles de nuestro pueblo. Encomendamos
estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras
calles sean calles de Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para Él y con Él!
Que en nuestra vida de
cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los
sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las
tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una
bendición grande y pública para nuestro pueblo: Cristo es, en persona, la
bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de su bendición se extienda sobre
todos nosotros!
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