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lunes, 20 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)


La liturgia de este domingo nos muestra que Dios siente “debilidad” por los humildes, por los pobres y marginados y no por aquellos que se sienten seguros de sí mismo.

La 1ª lectura del libro del Eclesiástico  define a Dios como a un “juez justo”, que no se deja sobornar por las ofrendas de los poderosos que practican la injusticia con el prójimo.

Qué necesitados estamos de justicia, qué necesitados estamos de imparcialidad. Fácilmente somos juzgados con ligereza, con falta de rectitud. Se interpretan mal nuestras acciones, o no se aprecian en su debido valor.

Cuántos inocentes que son condenados y cuántos culpables que son absueltos. Y cuánto héroe desconocido, cuánto sacrificio oculto, cuánto genio incomprendido, cuanto santo menospreciado. Por eso consuela el pensar que Dios es justo e imparcial, un juez inteligente que no se deja llevar de las apariencias, que mide con exactitud las intenciones…

Cuántos que brillaron en la tierra quedarán apagados en el más allá. Y por el contrario, muchos que aquí pasaron desapercibidos brillarán eternamente como estrellas de primera magnitud… Esta realidad nos ha de mover a vivir de cara a Dios, libres del aplauso de los hombres, conscientes de que el juicio que realmente cuenta, el que será definitivo, no es el juicio de los hombres, sino el juicio de Dios.

Dios tiene debilidad y compasión por los pobres, por los débiles, por los oprimidos, por aquellos a los que el mundo no los toma en cuenta.  Dios los ama a todos ellos y no se olvida de ninguna injusticia cometida contra ellos, ni se olvida cuando violamos la dignidad de hijos de Dios.

La 2ª lectura de san Pablo a Timoteo es una invitación a vivir nuestra vida cristiana con entusiasmo, con entrega, con ánimo.

Ser cristiano, implica muchas veces renunciar a los falsos valores del mundo; implica ser incomprendido y, algunas veces, maltratado y difamado.

Sin embargo, aquel que elige a Cristo, no está sólo, aunque haya sido abandonado y traicionado por los amigos y conocidos; aunque seamos criticados por anunciar el evangelio, por vivir auténticamente nuestra fe, el Señor está a nuestro lado, nos da fuerza, nos anima y nos libra de todo mal. No nos olvidemos que no estamos solos.  Contamos con la fuerza de Dios.

En el Evangelio de san Lucas, Jesús confronta dos tipos de religiosidad que se dan en todas partes: la del fariseo que se cree bueno por lo que hace, pero desprecia y acusa a los demás, y la del publicano que se reconoce pecador  y se arrepiente ante Dios.

Hoy sigue habiendo fariseos.  Fariseo es aquel que se cree satisfecho de sí mismo y seguro de su valer.  Es el hombre que cree tener siempre la razón.  Es el que cree poseer en exclusividad la verdad y por eso juzga y condena a los demás.

El fariseo cree que no tiene que cambiar, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos, pero siempre los otros, él nunca.

Quizá sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más pacífica, más humana y más habitable. Queremos transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, creemos que podemos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros, sin revisarnos ni corregir nada de cada uno de nosotros mismos.

Queremos paz y reconciliación y va creciendo en nosotros la actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios y eso no es sólo cosa que hacen los políticos.

Queremos proclamar y defender la verdad y nuestras conversaciones están llenas de mentiras y palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño.

Queremos una familia unida y en nuestras relaciones familiares no somos capaces de acercarnos unos a otros, de escucharnos, de respetarnos, de dialogar.

Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en su parábola porque “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.

Todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra pasividad o por nuestra indiferencia. Y todos debemos decir como el publicano: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’”

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